Estamos siendo víctimas y testigos pasivos (lo que nos hace irremediablemente cómplices) del mayor de los expolios jamás imaginados. Desde que los "padres de nuestra democracia" pactaran una transición de cartón piedra con el único objetivo de desarrollar un modelo económico y social de corte neoliberal a imagen y semejanza del estadounidense, hemos estado siendo manipulados para, sin saberlo, acabar entregando a unas pocas corporaciones toda la riqueza que se ha ido generando a lo largo de estos años.
Originarios de una tradición de ahorro y austeridad en un entorno de escasez, caímos rápidamente, a poco que los salarios fueron creciendo, en la tentación de la autocomplacencia consumista. Se produjo una primera transformación socioeconómica relevante, con la excusa de la emancipación de la mujer y su paulatina incorporación al mercado laboral y la adopción de la cultura del consumo, se fue generalizando la necesidad de dos salarios para la supervivencia de las economías domésticas, pasando del hábito del ahorro al de la economía del día a día.
En un marco económico de aparente crecimiento, fruto de haber consumido los recursos ahorrados a lo largo de los años, llegó una nueva época, la era del crédito. Sin unas estructuras productivas sostenibles e innovadoras, pero con una capacidad de crédito todavía por explotar, se empezó a cimentar lo que acabaría siendo una enorme "burbuja inmobiliaria". La liberalización de enormes cantidades de suelo durante la época de Aznar generó un vórtice especulativo que, a modo de pelota y apoyado en unos irresponsables sectores financieros y empresariales, fue desarrollando una economía basada en el crecimiento de una enorme deuda privada (familiar, empresarial y financiera). Durante algunos años el estado se vio beneficiado por un enorme aporte de recursos a las arcas públicas, que nuestros gobernantes asumieron como constantes, crecientes y seguros, lo que propició la asunción de nuevos compromisos de gasto.
Lo que muchos temían acabó ocurriendo y es que ninguna economía puede basar su desarrollo en un único sector, y mucho menos en el sector inmobiliario. La capacidad de endeudamiento de los españoles había llegado a su límite, la tensión del mercado inmobiliario estaba empezando a ser insoportable, enormes cantidades de inmuebles puestos en circulación a precios desorbitados, hipotecas estratosféricas, inasumibles para ningún trabajador antes (ni después) del despropósito de este periodo. Todo un castillo de naipes que ante el primer titubeo de la mano que lo estaba construyendo se vino abajo de un modo vertiginoso. Pero el reventón y desmoronamiento de la burbuja inmobiliaria solo había sido el principio, el aviso de lo que aun teníamos que sufrir.
Los tiburones neoliberales, los mercados y los insaciables especuladores financieros, ávidos de dinero, de beneficios y de poder ya tenían, una vez conseguido nuestros ahorros y nuestra capacidad de endeudamiento, puesta la mira en el siguiente y definitivo paso, la privatización del estado.
Conscientes de que los mercados ordinarios basados en la economía productiva tienen unos límites, su avaricia requiere de nuevos recursos, de nuevas herramientas para aumentar sus beneficios y su poder y esas oportunidades de negocio las han encontrado en los servicios que habitualmente presta el estado y que son la base del tan cacareado "estado del bienestar".
El reventón de la burbuja inmobiliaria tiene varias consecuencias, una de ellas es una reducción brutal de los ingresos del estado, así como un incremento de los gastos en materia social, fruto del drástico crecimiento del desempleo y de la precarización socioeconómica; otra es el deterioro de la solidez de la mayoría de las entidades financieras que, consideradas y presentadas por los poderes fácticos como piezas imprescindibles para el sostenimiento y desarrollo de la economía, tendrán que ser rescatadas y saneadas con dinero público. Esta situación se revela como inmejorable para que los especuladores vuelvan a medrar. La falta de ingresos del Estado implica una reducción de la partidas disponibles, situación que se acentúa ante la necesidad impuesta por los mercados de tener que reflotar las maltrechas reservas de la banca con dinero público. En estos casos el recetario neoliberal es tajante y presenta como fórmula infalible la privatización de todos los servicios y recursos públicos.
De esta guisa hemos llegado a ser desposeídos de nuestros ahorros, de nuestra capacidad de endeudamiento, desposeídos de los recursos del Estado que han ido a parar al saneamiento de entidades privadas (bancos), desposeídos de la capacidad de endeudamiento de nuestro Estado y finalmente, desposeídos de nuestros derechos básicos, de los recursos e infraestructuras que todos hemos ayudado a levantar, de la educación, de la sanidad, de los servicios sociales, de las pensiones, del agua, de la energía, de las comunicaciones..., todo ello transferido a la gestión y explotación privada, al control y beneficio de unos pocos.
Es momento de reacción, de organización y, por supuesto, de movilización. Resulta imprescindible que la ciudadanía se muestre comprometida e inflexible con aquello y aquellos que, sin rubor, nos están sometiendo a esta situación, a estos sacrificios sin recompensa y sin horizonte. Es hora de ocupar todas las calles y plazas y gritar ¡BASTA YA!. Es el momento de las soluciones, de las responsabilidades y de la tranformación.